Por Carlos Salazar Sazo

Abogado UC, MDE

Director Derecho USS

 

El país vive días de crisis: cambian las formas y los temas de interés público, cambian los actores, y sin embargo, muchas cosas que se perciben o denuncian como malas, incorrectamente ejecutadas o definidas, innecesarias o simplemente vetustas, siguen siendo las mismas y siguen estando en las mismas condiciones por las que generan el estado de malestar que se respira y al que llamamos crisis.    Todo ello, generalizando, es lo que podría resumirse en la explosión de manifestaciones en las calles de casi todas las ciudades por parte de estudiantes universitarios y secundarios y, para estos efectos, de diversos países y ciudades del globo, donde brotan los indignados.   Manifestaciones que, más o menos violentas unas, pacíficas otras, incluyeron también a la “familia extendida” del chileno medio: abuelos y guaguas también desfilaron, no siendo educandos ni educadores unos ni otros.

Diversas opiniones se han manifestado también.  Las hay para todos los gustos: desde los comentarios airados en las redes sociales, hasta análisis de expertos.  Y nótese que no hablo solo de la educación.   Ya el terremoto de 2010, con su consecuencia nefasta de saqueos e incendios, nos hizo pensar que algo muy profundo estaba afectando a la sociedad nacional como para que brotara violencia como la que vimos.  Y es algo profundo que no podemos indentificar con un grupo social o económico específico.   Como ha recordado recientemente el profesor Guzmán Brito, destacado historiador del Derecho, no es “lumpen” lo que aflora en cada expresión grupal que termina violentamente, sea post terremoto, post partido de fútbol (se gane o se pierda), post marcha por la educación, etc.  A lo menos, no es el lumpen que Marx describió como tal.   Lo que ocurre es más profundo: el descontento ha llevado a que se exprese, con violencia, aparentes derechos, una facultad subjetiva, una capacidad que como sujetos e individuos los manifestantes e indignados creen tener y que aflora con fuerza  grupalmente.

Y claro, llevamos mucho tiempo en que los énfasis se han puesto en los derechos, no en los deberes, las responsabilidades ni la legitimidad de ejercicio de esos derechos.  Hasta el presidente del Senado ha pretendido validar la forzada (coludida?) intromisión, grosera y amenazadora intervención, que llegó a empujones y escupitajos, diciendo que los ciudadanos tienen derecho a expresarse y las sedes del Congreso sirven para eso, con independencia de las formas y las legitimidades.

Nos hace falta pensar más en el bien común, en ese estado o situación en que todos mejoramos o crecemos, en que todos obtenemos bienes, materiales y espirituales, de la vida en sociedad.  Es necesario que retomemos conciencia, cada persona, cada uno, que solos no hacemos ni podemos nada, que necesitamos a los demás y que los demás nos necesitan a nosotros, todos aportando para que nos aporten, cada cual desde diversas perspectivas, posiciones, capacidades.  ¿Qué diferencia al chiquillo encapuchado que destroza el semáforo, de la conductora del todo terreno tamaño XXL que pasa por encima de la línea divisoria de la calzada o dobla sin importarle quien viene en sentido contrario?  En ambos casos hay completa omisión de comportarse como personas civilizadas, como personas que habitan una misma ciudad con otros, y en que cada uno tiene facultades y responsabilidades y en que todos nos cuidamos mutuamente y procuramos el bien-estar de los demás.

No es necesario que lleguemos al conflicto para darnos cuenta que los derechos de unos y otros no tienen por destino ser ejercidos de una manera tal que sólo se detenga cada uno ante el ejercicio del mismo u otro derecho por otra persona: el conflicto de los derechos debiera ser la excepción, y para zanjarlo están los jueces, que, al resolver, no prefieren un derecho como mejor que otro, sino que restablecen el orden jurídico re-armonizando los derechos.

Los derechos se entrelazan unos con otros, y están llamados a ser ejercidos en una cierta armonía, en un cierto equilibrio, puesto que todas las personas son el origen, el destino y los titulares de todos y los mismos derechos.   Y esos derechos no son sino la manera como las potencialidades de cada cual se actualizan para lograr el desarrollo personal y social, uno con el otro, unos con otros, nunca sin ni contra el otro.

Nos parece que el vaciamiento secular que se ha hecho de la noción de derechos, desligándolo de la persona, para llenarla con la sola idea de la fuerza, es algo que está debajo de la actual crisis y que se manifiesta en los descontentos que observamos: la noción de que lo jurídico es la fuerza física sin respecto ni respeto a la personalidad de donde emana, hace que intentemos reemplazarla con otra fuerza. Todo es cuestión de definición o de redefinición, de otra ley, total la norma aguanta cualquier cosa.

 

Hay que volver la mirada a la humanidad del hombre, aunque suene tautológico.  Porque hemos deshumanizado las normas, hemos deshumanizado la sociedad y hemos llenado un concepto precioso, derecho personal (otra tautología), con cualquier cosa: con pseudo derechos.