Columna Publicada el 24 de Septiembre del 2012.
Por recomendación de la segunda cámara (Bundesrat), el Gobierno alemán ha encargado al Ministerio de Agricultura que prepare una ley para penalizar la sodomía con animales. Esta modalidad de zoofilia se juzga inaceptable por obligar al animal a una práctica sexual contraria a su naturaleza. Al igual que en gran parte de Occidente, el bestialismo se consideró en Alemania durante siglos una práctica inmoral e ilegal. En el marco de la revolución sexual de los años sesenta, esa conducta se despenalizó en 1969. La liberación de las costumbres, que parecía una conquista segura, debe ahora ceder ante el bienestar animal.
La protección de los animales tiene tradición en Alemania. “En el nuevo Reich no debe haber más crueldad con los animales”. Estas palabras de Hitler introducen la pionera “Ley de protección de los animales”, de 24 de noviembre de 1933. Por vez primera en la historia de la humanidad, se reconoce a los animales como sujetos de derechos (la tradición clásica, cristiana e ilustrada, se había limitado a postular deberes del hombre para con los animales). El Führer aplicó igual energía en la protección de la naturaleza y de los animales como en la aniquilación de la humanidad no aria (los arios enfermos o incapaces tampoco merecían vivir: Hitler también fue pionero en la práctica de la eutanasia masiva).
En continuidad con ese primer impulso, no sorprende que Alemania fuera una de las cunas del ecologismo y el primer país donde los verdes se organizaron como partido político. Pero el movimiento de liberación animal se ha difundido entretanto por todo Occidente, y desde aquí se intenta exportar al Tercer Mundo (con algunas dificultades, pues ya se sabe que el ecologismo acaba siendo al fin un lujo de países ricos). Para este planteamiento, lo que define la dignidad de un ser es la capacidad de experimentar placer o dolor, que se traduce en el hecho de poseer intereses. Como resulta obvio, este rasgo es común a hombres y animales. “Un interés es un interés, cualquiera que sea el ser al que pertenezca”, sostiene Peter Singer, tal vez el más conocido defensor de la liberación animal. De modo lógico, afirma igualmente que un cerdo adulto es más valioso que un bebé humano. Un anciano demenciado, incluso cualquier humano en estado de inconsciencia, no sería propiamente persona.
Este enfoque se alinea con algunos sectores de movimientos contemporáneos como el ecologismo, el pacifismo o el feminismo: comparten el ideal emancipador y se centran en un enemigo común, el varón occidental moderno, que habría oprimido durante siglos a la naturaleza y a la mujer (el ser más valioso de la naturaleza).
Luchar contra arraigadas discriminaciones se alza como un ideal noble, y gracias a varios de esos activismos se ha avanzado considerablemente en el camino de la igualdad efectiva. Sin embargo, cuesta entender cómo esa reivindicación legítima desemboca tantas veces en el odio incondicional al género humano. Esto se observa en versiones extremas del feminismo, que no se conforman con el simple logro de la igualdad para la mujer, sino que declaran la guerra a los varones. Parecen llevarnos hacia un antihumanismo inquietante. Hace unos años, un hospital español, donde se practican numerosos abortos, debía pintar la fachada. Convocada de urgencia, la dirección decidió retrasar ese trabajo, pues los pintores habían descubierto un nido de vencejos en el alféizar de una de las ventanas y sus maniobras en la fachada podrían poner en peligro a las crías de vencejo. Quienes eliminan sin reparos fetos humanos se movilizan para salvar de la muerte a unas crías de pájaro. El paralelismo con Hitler resulta tan inevitable como desazonador: una extremada y admirable sensibilidad para el bienestar animal se da la mano con el absoluto desprecio por la vida de los seres humanos más débiles e indefensos.