El pasado lunes 5 de agosto tuve oportunidad de reunirme con algunos colegas y amigos, convocados a recibir un reconocimiento como integrantes de la primera generación egresada de pedagogía beneficiada con la Beca Vocación de Profesor.
Las palabras del Presidente de la República y la ministra de Educación, sinceras y agradecidas, creo que reiteraron en nosotros las altas expectativas que tiene una Patria entera sobre nuestro presente y futuro docente, una vanguardia llamada a vencer esa sensación de disconformidad que hoy nos satura al contemplar nuestra educación.
Quizá suena grandilocuente la manera en que he interpretado unas simples palabras de ceremonia, ocasiones tan propicias para convencionalismos retóricos tan gratuitos y livianos. Admito que ni yo interpreté con este aire épico mi presencia en aquel lugar frente a la más alta autoridad de la República. Mejor dicho, al ser invitado me cuestioné el ser tenido como ejemplo cuando en tan pocos meses he desempeñado mi labor con tantas dificultades, fallos y quejas.
No obstante, al meditar esta columna concluí en la necesidad de entender así no sólo este suceso, sino también el prosaico quehacer diario de un profesor, que tan poca gloria ofrece a los ojos. Si hemos de obrar, hacerlo por los motivos más elevados a los que podamos aferrarnos como la necesidad vital de no achatar nuestra propia vida, de no ensimismarse con las estrecheces diarias al punto de perder el sentido último de nuestra ocupación, al punto de volverse un funcionario de la inercia, aquel que trabaja todos sus días sólo por la necesidad de subsistir.
Aquel día calaron en mí unas palabras que me permitieron llegar a la conclusión de volver a creer en la vocación, el motor etéreo de una profesión como ésta. Las expresó una colega, compañera de generación en la Universidad, que recogió las aspiraciones de sus alumnos respecto a lo que debe ser un profesor. Destacaba el hecho que, en el fondo, ellos no aspiraban a un sujeto condescendiente con sus diversiones, sino uno que fuera instruido y pacientemente comprometido con que lograran aprender.
Estos anhelos sinceros y nobles no aparecen todos los días en las aulas porque nuestra mentalidad social como chilenos nos enseñó a avergonzarnos del uso de expresiones bellas en público: a que nos vieran derramando lágrimas, a abrazarse sentidamente, a hablar de temas e ideales profundos para no ser tenidos por presumidos. Quien quiera tomarse en serio su vida siempre deberá ser tenido en este país por un “tonto grave”, sea el alumno que quiere aprender o el profesor que aspire a tomarse muy en serio las cosas.
Y quizá por eso en Chile fracasamos tanto a pesar de nuestros esfuerzos, incluyendo en la educación, porque nunca “nos creemos el cuento”, porque partimos de la premisa que en nuestro país las cosas salen mal por ley natural que nos habituamos a dar cumplimiento. Nada hacemos con expectativa de grandes logros. La prolijidad y la perseverancia son para pueblos como los japoneses, no para Chile, el pueblo que resuelve todo con “alambritos”, el pueblo que no aspira a legar nada grande al resto del mundo, ni científicos, ni técnicos, ni deportistas ni arte ni nada, salvo cobre y vinos.
Hay que tomarse más en serio la vida como personas, como profesionales, como país. Mientras mantengamos esa malcriada manera ramplona de vivir en nuestra provincia chilena no habrá mejora social porque para cambiar la educación es menester que la sociedad cambie primero, inspirada en el retorno a su vocación: que todos y cada uno de los que la componemos vivimos educando a nuestro prójimo por medio de nuestro quehacer y convivir, ese sabio principio que los orientales resumieron acerca de la responsabilidad de nuestra vida hacia los demás: “¡Diez ojos lo miran! ¡Diez manos lo señalan! ¡Grande es su temor! ¡En todo momento debe ser dueño de sí mismo!”[1] Todos estamos llamados a tener vocación como profesor.
He aquí el enemigo grande de la educación en Chile, el parasito que succiona las virtudes de nuestro pueblo, nuestra pobreza de alma, la que nos hace cargar con la tara mental de la desesperanza aprendida y que nos impide tener un alma más grande, más cultivada, más generosa. Cuando los chilenos amemos más el cultivo de nuestra propia naturaleza por medio del conocimiento y del trabajo, cuando honremos a quienes siguen esta senda y no nos avergoncemos de querer hacer bien las cosas y de aspirar a dejar un nombre en el mundo, esas chispas de bondad que tiene este pueblo, que ahora sólo surgen durante las catástrofes y las Teletones, se convertirán en la reforma educacional más profunda.
Y así, en esa convicción que entrega este “apostolado”, mi vocación de profesor se ha revestido esperando que algún día también lo haga la de todo mi pueblo.
[1] Zengzi: “Comentario de Tseng-Tsé, discípulo de Confucio, al capítulo único del Ta-Hio”, VI, 3. En Confucio: “Los cuatro Libros clásicos”, Ediciones B, Barcelona, 1997, p. 20.