Han salido los resultados de la Evaluación Inicia pero, mientras, evadiré a la muchedumbre que siente el deber de apedrear al profesorado para mejorar la educación. En parte, puedo sentirme libre de culpa (salí catalogado como “aceptable”). En parte, puedo solidarizar con los docentes que, no sin justicia, indican que ingenieros, abogados y médicos no parecen sufrir tantas evaluaciones en su carrera y sí llevar un más venturoso pasar profesional y económico. En parte, puedo reconocer que es un gremio con dermis delicada; pero dejemos este tema para pronta ocasión.
En esta ocasión me inspira otro acontecimiento, los dos siglos cumplidos el 19 de agosto por nuestra Biblioteca Nacional. El decreto fundacional, que lució en “El Monitor Araucano” y hoy en el vestíbulo de su edificio, no era un dictamen burocrático sino una exhortación, con la elocuencia de entonces, que expresaba el deseo de los notables por lograr ilustración en su pueblo: “Para esto se abre una suscripción patriótica de libros, y modelos de máquinas para las artes, en donde cada uno al ofrecer un objeto, o dinero para su compra, pueda decir con verdad: «He aquí la parte con que contribuyo a la opinión y a la felicidad presente y futura de mi país».[1] La biblioteca no sería sólo de y para los ciudadanos, sino que su formación también vendría dada por ellos.
Y es que para nuestros olvidados “precursores de la Independencia”, la educación era una empresa patriótica en que se cifraba la prosperidad nacional, como diría Mariano Egaña en el discurso inaugural del Instituto Nacional, ligado al de la Biblioteca:
“…y cuando vuestra posteridad se vea, o sumergida en la ignorancia y el desprecio si abandonáis tantos recursos, o formando un Estado rico, sabio a industrioso, en donde la cultura y la comodidad se vean difundidas por todas partes; entonces os colocará, en el grado de elevación o de ignominia que corresponda a vuestra conducta. Padres de familia: magistrados, que sois padres de la Sociedad: vosotros vais a responder a Dios, a vuestros hijos, a vuestros pueblos y al mundo entero de la negligencia que tengáis en la educación de vuestras familias y conciudadanos”.[2]
Podría achacárseles exceso de entusiasmo iluminista en las bondades de la educación y como todo proceso revolucionario, una injusta parcialidad hacia los esfuerzos realizados durante el periodo colonial, aunque concediéndoles que aquí no tuvimos ninguna Salamanca: “Ciudadanos: 300 años fuisteis esclavos, porque os envilecían con la ignorancia, que es la fuerte cadena de los tiranos. Si queréis ser libres como los hombres, es preciso que seáis ilustrados: de lo contrario vuestra libertad será la de las fieras”.[3]
Cito estas muestras por dos razones. La primera, la enfermiza costumbre nuestra por ahogarnos con el aire del vaso medio vacío, de la que estos escritos de la Independencia parecen dar cuenta al obviar toda la labor religiosa y laica desde el siglo XVI a favor de la educación, actitud revivida en fechas como la entrega de resultados como INICIA o SIMCE con su serie de despotriques, flagelaciones, rasgadura de vestiduras e inculpaciones que siempre nos hacen olvidar y nunca sentirnos orgullosos de todos los avances y joyas que adornan nuestra carrera sufrida, adjetivo que es el sino de la historia de Chile en casi todos sus aspectos.
La segunda, por necesidad de mirar la mitad llena del vaso. Todos nuestros museos, todas nuestras bibliotecas, todas las iniciativas públicas y privadas que durante cerca de medio milenio y con fuerza durante estos 200 años han trabajado abrigando la esperanza de vencer la ignorancia, desde el católico Abdón Cifuentes al masón Valentín Letelier. Un país en que la alfabetización supera el 95% de la población y que hemos logrado la cobertura en establecimientos escolares. Y aunque somos un país pobre de recursos como decían en 1813: “una gran biblioteca superior a los escasos recursos de este país pasa a abriros el Gobierno”[4], aunque creo que es más pobre en autoestima, nunca nos han faltado esos hombres visionarios y quizá algo fantasiosos que compensaron la masiva indiferencia por la cultura: un José Antonio de Rojas, un Manuel de Salas, un Juan Egaña, luego sucedido por una serie de hombres entre los cuales refulge el ignoto Andrés Bello.
No todo está perdido, salvo la compostura. El descalabro no es mayor que el patrimonio y con ello no exculpo negligencias sino llamo a pensar en educación con la conciencia de aprovechar toda la tradición nuestra y no con la paralizante angustia que nubla la conciencia de la opinión pública cada vez que se oye que la “educación está mal”.
Ojalá se recordaran más seguido para saber que no somos los primeros en esforzarnos por mejorar la educación de un pueblo esos versos de Lillo en nuestro himno nacional entonados con esperanza: “Que tus libres tranquilos coronen/ a las artes, la industria y la paz, / y de triunfos cantares entonen/ que amedrenten al déspota audaz.”
[1] El Monitor Araucano, «El Gobierno a los pueblos». Exhortación a la formación de una biblioteca pública”, I, 57, jueves 19 de agosto de 1813. En: http://www.historia.uchile.cl/CDA/fh_article/0,1389,SCID%253D1979%2526ISID%253D171%2526JNID%253D9,00.html
[2] El Monitor Araucano, «Apertura del Instituto Nacional», I, 55, jueves 12 de agosto de 1813. En: http://www.historia.uchile.cl/CDA/fh_article/0,1389,SCID%253D1972%2526ISID%253D169%2526JNID%253D9,00.html
[3] Ídem.
[4] El Monitor Araucano, «Concluye la prolusión del número antecedente. Importancia de la educación”, I, 56, martes 17 de agosto de 1813. En: http://www.historia.uchile.cl/CDA/fh_article/0,1389,SCID%253D1975%2526ISID%253D170%2526JNID%253D9,00.html