Columna de Alejandro Tello
Columna de Alejandro Tello

Unas semanas han pasado desde el último paro del Colegio de Profesores y hasta donde percibí, pasó sin generar ni al gobierno ni a la población mayor “concientización” acerca de sus demandas. Ciertamente, cuestiones más alegres como la clasificación de Chile atrajeron mayor atención a la prensa y a cualquiera, incluyendo a los profesores.

Y es que el paro, especialmente en la educación municipalizada, lejos de ser una herramienta de presión de ultima ratio también está lejos de ser una herramienta de lucha revolucionaria, salvo que medien movimientos de masas como el de 2011.

Aunque los profesores quieran verse como abnegados combatientes, el paro es una práctica consuetudinaria, y esta verdad la perciben al menos dos grupos de personas: una parte de los hombres de a pie que al enterarse maldicen a tan funesto gremio, plagado de revoltosos sindicalistas flojos, o quien lo toma por la costumbre con una resignación casi feliz, como la de los alumnos cuando saben que no habrá clases. El segundo, me atrevo a sugerirlo, es el funcionario del Ministerio de Educación. Distingue entre paro y paro, los que sutilmente pueden ignorarse y los que no. Cuando ahogar la demanda en el silencio y cuando contenerla otorgando algo. El paro es, en la práctica, un precio que el Estado está dispuesto a pagar, un juego que está dispuesto a interpretar con su interlocutor. En el peor de los casos, con intenciones gatopardezcas.

La patética escena que vi así lo prueba. Un miembro del equipo directivo solicitando al cuerpo docente reconsiderar su adhesión a la movilización. Esgrimía que el prestigio del colegio se ponía en juego ante los apoderados y que podía manifestarse la disconformidad con la situación laboral sin arriesgar tanto, esto es, teniendo clases. Luego, réplicas individuales de los docentes. Que la incertidumbre de la continuidad todos los diciembres es indigna, que estar a contrata es un avalúo de segunda categoría a igual labor, que aparte del desprecio social por ser profesor, esto es, un profesional universitario, hay que sufrir escuálidos salarios y futuras jubilaciones, que en las negociaciones sindicales el municipio desconocerá todas las concesiones a la fecha, que llevan años aguantando este yugo de ingratitudes porque creen en la educación municipal y que con petitorios sueltos nunca se ha ganado nada.

Estimado lector, ¿puede señalar al culpable de estos males entre estos actores? Me consta de ambas partes la tristeza provocado por la indisoluble desavenencia, pero no sólo por ello. Se transmitía de todos el pesar de su impotencia. De los directivos, porque asentían a cada razón dada por los profesores sin posibilidad de ayudar a resolver nada. De los profesores, por sentirse tan ninguneados por la burocracia administrativa que rige nuestro sistema educacional sabiendo que ningún gobierno hará reformas profundas en esta materia, por la envergadura en costo político y extensión temporal que requiere. Me he convencido de que acuden al paro, finalmente, como a una catarsis social para poder seguir viviendo bajo aquel “todo seguirá igual”. Es inexorable porque no hay más escapatoria a la pesadumbre del alma.

Yo señalé a algunos colegas que no adhería al paro porque lo hallaba rastrero. Aparte de las humillaciones de estudiantes o apoderados, era auto flagelante a un mes de las elecciones estirar el sombrero a los candidatos presidenciales para ver qué caía. Pero no puedo dejar de sentir solidaridad frente a esa sensación de indefensión  con la que muchos de ellos han vivido por años, presión bajo la cual no hay vocación de profesor que no se marchite, sin un alto costo personal. Y me doy cuenta de lo peor, que esa deshumanización indigna e injusta, a ojos de algunos, es nada menos que parte natural del precio de esa vocación.

Por gonzalofr