No hay crisis de autoridad sin deterioro paralelo de la obediencia.
¡Cómo se lo ha experimentado en la esfera pública, en particular, en la eclesiástica, en estas últimas semanas!
Si encuentran a alguien que sostenga que obedecer el fácil, manden sus argumentos por favor. La obediencia es difícil justamente porque implica tres cosas que no nos gustan nada: Oír las voces exteriores, apagar las voces interiores, ponernos en movimiento.
Pero la obediencia es posible -más que eso, es imprescindible- porque esas tres actitudes son propias de la dignidad humana.
Oír las voces exteriores significa reconocer la superioridad de otros -de casi todos- por su investidura, por su experiencia, por su ciencia, por su santidad, por lo que sea o por todo lo anterior junto. Superioridad, y ya está.
Apagar las voces interiores implica hacerle el menor caso posible a las primeras reacciones defensivas, a los instintos de supervivencia de nuestra soberbia, a las pocas coordenadas que creemos tener como tierra firme para nuestra vida, apoyadas por cierto en un torpe «yo de esto entiendo.»
Ponerse en movimiento significa preguntar a las voces exteriores qué hay que hacer, dónde, cómo, cuándo -planteando con discreción las propias dudas, ciertamente- y trazar el plan para ejecutar los criterios de esa autoridad.
Casi todo esto está faltando en algunos que debieran ser los primeros en obedecer y en dar ejemplo a los demás. ¿Por qué?
Porque oyen muy poco las voces de afuera, en primer lugar, porque son muchísimas y apenas las saben discriminar, y, en segundo lugar, porque hay mucho ruido proveniente de las voces de adentro, que como hablan unilateralmente, sin contradictor, parecen sabias. Y no lo son.
Eso hace que el movimiento de algunos vaya justamente en la línea contraria de la autoridad. No obedecen, se rebelan.
Gonzalo Rojas Sánchez