Nuestra sociedad, que se proclama progresista, sin siquiera advertirlo vive inmersa bajo sofismas y dogmas. En vez de avanzar, hemos desembocado en una suerte de barbarie oscurantista convirtiéndonos en seres sin raíces y sin savia.
Los dogmas modernos generan íconos culturales. Y uno de nuestros íconos favoritos, al que quemamos incienso todos los días, se llama “Mi derecho”. Mi derecho a todo lo que necesito para vivir dignamente, y también a todo lo que se me antoje, aunque cause estragos en mi vida o en las vidas ajenas. En este último caso están, entre otros, el derecho a las drogas, el derecho al aborto, el derecho al vandalismo, el derecho a agredir a los que no piensan como yo, el derecho a profanar símbolos sagrados, y así hasta el infinito. No nos extrañemos que en Holanda se esté reclamando el derecho a la pedofilia.
Este ícono contemporáneo ha hecho emerger una ciudadanía que se cree “empoderada”, que convierte sus derechos en reivindicaciones y sale a la calle a exigir que sean cumplidas “ahora”, sin discernir cuáles son legítimas y cuáles no, y sin ninguna propuesta que permita satisfacerlas sin trastocar gravemente la vida de un país y el funcionamiento global del sistema sociopolítico.
Todos los que tienen deseos no satisfechos apelan a la justicia, argumentando que el poder político tiene el deber de proporcionarles lo que reclaman, y proporcionárselo gratuitamente. Detrás de la consigna “No al lucro”, late el dogma ideológico de que los ciudadanos postergados tienen derecho a obtenerlo todo gratis, porque son víctimas de un sistema “perverso”. Pero ese dogma se muerde la cola, porque, si para los pobres debe ser gratuita la educación, o la medicina, también deberían serlo los alimentos, la ropa, la vivienda, la movilización, y hasta las entretenciones, y todas las demás cosas que se requieren para vivir.
Lo que parece que los empoderados no logran entender, es que cualquier cumplimiento de sus legítimos derechos necesita recursos, y que los recursos no salen de la nada. Hay que producirlos, y la única manera de hacerlo conocida hasta ahora es el trabajo productivo de todos los actores sociales. La fórmula populista de quitarles a los ricos para darles a los pobres es sólo un canto de sirena, y equivale a un lento suicidio porque siempre que se aplica, muy pronto no queda nada para repartir.
El desarrollo de un país exige el trabajo conjunto y éticamente organizado de todos sus ciudadanos, incluidos los empresarios, para que todos puedan ser generadores y partícipes proporcionales de la riqueza. Ese es el único modelo que puede funcionar, el que están exigiendo las graves crisis de nuestra época, y el que deberían diseñar los ideólogos políticos, en vez de embaucar a las ciudadanías con toda clase de manipulaciones demagógicas.
Los derechos sociales no dependen de una constitución o de los gritos vociferantes de algunos sino del buen gobierno y del grado de desarrollo de la nación.
Esta barbarie cultural no ha surgido por nacimiento espontáneo, Somos víctimas de una utopía que enciende proclamas irreales para establecerse en el poder, después de haber colonizado nuestra mente.
El igualitarismo nos ha seducido con falsas expectativas, y los hechos demuestran una y otra vez que son espejismos imposibles. Se ha derivado de ahí una corriente de frustración que se transforma en creciente agresividad, que priva a los mejores del estímulo necesario para avanzar hacia las soluciones y atiza en los otros la decepción y la amargura del fracaso. Un caldo de cultivo de consignas erráticas, intenciones encubiertas y pasividad extrema de los capaces.
Hace unos años se nos cercenó de la educación el estudio de la filosofía. Nos acostumbramos así a pensar sin lógica, y a no razonar idóneamente para encontrar verdades. Somos sujetos de derechos pero también de deberes y el primer deber es el de actuar de acuerdo a la razón sin dejarse embaucar por consignas ideológicas que nos privan de libertad interior.
Se nos inoculó además el virus de la sospecha, y ahora casi no tenemos suelo firme donde pisar. Buena parte de nuestra generación carece de una columna vertebral que le permita funcionar bien en los hechos reales, porque se le han amputado sus impulsos protagónicos: la libertad, la capacidad de entender, la decisión de actuar para salir realmente adelante.
Esta es la falacia de nuestro tiempo: esta sociedad que se cree “empoderada” no tiene ningún poder. Es sólo una víctima de la vieja y obsoleta utopía colectivista, que hoy sigue recorriendo muchas zonas del mundo, y de punta a cabo América Latina.
Anamaria Barbera – Socia Foro Republicano