Por : Valeria Cifuentes
Siendo la familia ese primer núcleo social donde una persona puede formar su propia forma de ser, a través de los bienes que va obteniendo de la relación con hermanos y padres y todo aquello que permite un desenvolvimiento adecuado en otras sociedades, se extraña que los programas de gobierno que se presentan en las elecciones, no la consideren seriamente como principal objeto de atención. Extraña más aún, si las encuestas sobre la “felicidad” de los chilenos, señalan que la pertenencia a una familia a la cual recurrir para disfrutar, celebrar y buscar apoyo, es la principal fuente de bienestar para la mayoría de nosotros.
Es cierto que casi todos los políticos citan la Constitución para afirmar su compromiso con “el núcleo fundamental de la sociedad” y, de pasada, ganar unos cuantos votos. Lamentablemente, pareciera ser que esto no es más que un mero recurso emotivo porque las prioridades, los mensajes, las propuestas de ley y las políticas públicas apuntan a satisfacer necesidades individuales sin considerar el bien común familiar como un todo que depende especialmente de quienes lo tienen a su cargo.
Está a la vista que nuestro país está en crisis de seguridad y en crisis económica por varias razones también evidentes: despilfarro estatal, falta de confianza concreta en el mundo privado, burocracia inútil, inmigración desordenada, mal manejo de lo que sucedió en octubre de 2019, abundancia de ideología revolucionaria, pésima educación en colegios, visiones gubernamentales cortoplacistas, jueces ideologizados y una extensa corrupción social y cultural. Mucho se puede decir de cada uno de estos puntos, especialmente de cómo se vinculan en la vida nacional. Sin embargo, hay una crisis que no aparece en ninguna noticia directamente, que es más importante que las dos mencionadas, que recibe los vaivenes de éstas y que, en parte, también las causa: la crisis de la institución familiar.
No se necesita ser muy espabilado para darse cuenta de la disminución de matrimonios, del altísimo número de nacimientos fuera del matrimonio y de que los quiebres matrimoniales con sus consecuentes rejuntadas y tiempos laborales de ambos padres, no están sirviendo a la educación de chilenos emocionalmente sanos y moralmente virtuosos.
¿Por qué, entonces, los gobiernos no se hacen cargo de esta realidad?
Puede ser por la lógica de electoralismo cortoplacista, que no promueve las decisiones gubernamentales y los proyectos de ley que rindan resultados en un tiempo más largo que el de las siguientes elecciones. Pero puede ser también –tal vez principalmente– por el aire que respira nuestra alicaída cultura occidental, que se infiltra en ideas, proyectos, visiones de país, y en la búsqueda de causas y soluciones. Tal vez es por esto que nuestros mejores políticos, con las mejores intenciones, no den con las medidas que realmente necesitamos para ser un país donde las familias puedan obtener los bienes materiales e inmateriales que requieren para llevar a cabo su cometido particular y aportar verdaderamente al bien común nacional, a través de la participación de quienes las integran en colegios, juntas de vecinos, empresas, colegios, universidades, etc.
La omnipresencia de la libertad individual emancipada del bien y la verdad, es “lo que hay” en los discursos de toda índole. Es lo que da sentido a cualquier propuesta y muy pocos están dispuestos (en la izquierda, en la derecha, en el gobierno o en el mundo civil) a cuestionarla mínimamente. Pues bien, los padres de familia conscientes de este problema y que se esfuerzan por transmitir a sus hijos los valores, prácticas y conocimientos que les permitirán servir a los demás y buscar a Dios para ser felices, reciben estos embates en todas partes (colegios, calles, avisos publicitarios, espectáculos, cines, redes sociales, incluso templos!) y esos otros padres que creen que estoy exagerando, caen en la triste realidad cuando se enteran que sus niños –ahora jóvenes estudiantes superiores–, vagan por las calles e incendian iglesias. No tengo que decir lo terrible que puede ser esta caída cuando esos padres lo han “dado todo” (incluso lo que ellos nunca tuvieron) por sus hijos.
Si los padres son los responsables de la educación de sus hijos, ¿qué tendría que ver un gobierno en ella? Mucho. Porque si ellos tienen el deber de educar, tienen que tener también el derecho a hacerlo en las condiciones adecuadas. En este sentido, y tratando de buscar mecanismos inteligentes y creativos para que esas condiciones adecuadas existan, deberíamos hacernos, al menos, las siguientes preguntas: ¿Está bien que los niños puedan denunciar a sus padres? ¿Está bien que los dos padres estén fuera de la casa todo el día y los niños queden en manos de funcionarios que apenas los conocen y que no tienen la autoridad para corregirlos? ¿Está bien que el patrimonio familiar esté doblemente gravado con las contribuciones y el impuesto a la herencia? ¿Está bien que no haya mecanismos para promover la autocensura en la publicidad? ¿Está bien que el Estado se autocalifique de educador? ¿Está bien que los profesores sean más incultos que los padres? ¿Es tan “tirado de las mechas” tener mecanismos que promuevan el matrimonio estable y el nacimiento de niños?
¿Cuál es el efecto educativo que tienen en nuestra sociedad leyes como el aborto y la eutanasia? ¿Es el feminismo algo sensato en vistas a la formación de una familia cohesionada? Las madres que entienden que, dadas sus circunstancias, deberían estar más con sus hijos, ¿pueden hacerlo? ¿Existen los suficientes lugares públicos para la recreación familiar? ¿Pueden nuestros niños aprender a “salir de la casa” sin correr peligros físicos o sin correr el riesgo de ser corrompidos?
Hoy, más que nunca, las familias chilenas necesitan apoyo y protección porque es en ellas donde se puede forjar una patria buena. Chile necesita más niños y más niños educados en el bien, la verdad y la belleza, lo que se logra especialmente en la familia y, de modo delegado, en los colegios.
Al que piense que esto es mero idealismo, lo invito a salir de su casa en busca de grupos de jóvenes (de cualquier barrio, “alto o bajo”) y que atienda a su lenguaje, a sus temas de conversación, a su lógica argumentativa, a las canciones que entonan, a la música que escuchan, a su forma de vestir, a sus modales, a su capacidad para atender a las necesidades de quienes tienen alrededor, a su estabilidad emocional, a su capacidad de conocerse y conocer a los demás… en fin… En este número especial de Vivachile, agradezco a todos los que se dedican a fortalecer a las familias desde su propio ámbito o actividad, enfatizando el papel de la autoridad de los padres para hacer de sus hogares un “escuela de virtudes”.
Fuente: www.viva-chile.cl